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LA CARA HUMANA DE LA POLÍTICA PÚBLICA:

Por: Catalina Rodríguez Tapia

Master en Estudios Latinoamericanos y Licenciatura en Política Internacional de Georgetown University


Todavía recuerdo a detalle ese caluroso verano del 2015 en Columbia Heights, Washington DC, como me abanicaba con un cuestionario en mano mientras me dirigía a varios extraños en la calle.

Yo era una estudiante de pregrado en la Universidad de Georgetown en Washington, DC, realizando una pasantía para el Diálogo Interamericano, un think-tank que se enfoca en fomentar la gobernabilidad democrática, prosperidad y equidad social en América Latina y el Caribe. Trabajaba específicamente con la Oficina de Remesas, Migración y Desarrollo, razón por la que me encontraba en Columbia Heights ese día: estaba realizando encuestas con migrantes centroamericanos.

Siempre me había interesado el desarrollo de la región centroamericana por mis antecedentes: Parte de mi familia era de Nicaragua, pero había sido expulsada por la revolución social. Soy de Costa Rica, pero emigré de mi país a unos cuantos meses de haber nacido. Además, crecí en Honduras, y ahí me críe. Cuando me mudé a Washington DC en 2013, rápidamente encontré una comunidad de centroamericanos que habían llegado en los 70 y 80. La mejor amiga de mi mamá, ubicada en Maryland cerca de DC, había huido con su familia por la guerra civil.

En parte, por eso me interesaba el trabajo del Diálogo Interamericano, porque me permitía analizar políticas públicas en la región que siempre había sido mi hogar.

Sin embargo, hasta ese día, mi trabajo con el Diálogo Interamericano había consistido en sentarme detrás de un escritorio leyendo artículos sobre las tendencias migratorias e indicadores de desarrollo en Centroamérica. Consistía en analizar datos y cifras que intentaba simplificar una realidad mucho más compleja.

Mientras me sumergía en estos documentos, artículos y números, muy rápidamente perdí de vista el foco principal que había motivado mi interés en estos temas: la cara humana de la política pública.

En otras palabras, las personas de la región centroamericana que habían sido afectadas por falta de oportunidades económicas, de oportunidades educativas. Personas que habían sido víctimas de la violencia o de las consecuencias del cambio climático.

Ese día en Columbia Heights, mientras recorría las preguntas estándar del cuestionario con un emigrante de El Salvador, cuál llamaremos Roberto, nuestra conversación tomó un rumbo inesperado. Sin querer, volví a despertar esa motivación adormecida por la política pública, pero con una cara humana. Roberto me contó a detalle la historia de cómo se había ido de El Salvador porque recibió el impuesto de guerra, un suceso que no era inusual en Honduras. Un suceso que, para mi familia en Costa Rica, solamente se veía en películas de mafiosos como El Padrino o Scarface.

Me compadecí de Roberto, quien tuvo que salir de prisa con su familia hacia los Estados Unidos. Me comentaba que él nunca quiso emigrar. En mi mente, sentí gran remordimiento al pensar que mientras yo pasaba mis días sentada muy cómodamente en mi escritorio en la sede del Diálogo Interamericano, escribiendo memos de política pública y analizando datos, había olvidado que el protagonista de mi trabajo eran las personas como Roberto.

Un poco más de cuarto años después de ese suceso, y después de mucha reflexión, escribí un libro sobre migración centroamericana, analizando cómo la historia de una región con instituciones débiles tiene las condiciones propicias para que las personas emigren.

Sin embargo, a diferencia de muchos libros que se limitan a un análisis simplificado, y de los memos que preparé mientras era pasantes en el Diálogo Interamericano, decidí involucrar a un protagonista muy importante: las voces de una variedad de centroamericanos. Los involucré en la narrativa de una región con una historia difícil y con políticas que no siempre han logrado proteger a sus ciudadanos.

Espero que este libro sirva como recordatorio de la cara humana de las políticas públicas.



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